viernes, 22 de abril de 2011

El Gran Silencio

Por Nathan Stone sj

A eso de las tres de la tarde, Jesús gritó con fuerza: Elí, Elí, lamá sabactani, que quiere decir: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Al oírlo, algunos de los presentes decían: Está llamando a Elías… Los otros le decían: Déjalo, veamos si viene Elías a salvarlo. Pero nuevamente Jesús dio un fuerte grito y expiró. Mateo 27;46-49

Silencio. Nada que decir, nada que comentar. Solo silencio. Ya fueron las últimas notas del concierto, los últimos pasos de la danza, las últimas gotas del vino fino, y se acabó. Ya pasaron los tiempos buenos, los mejores frutos, los buenos amigos, y nos quedamos solos. Abandonados. Sin esperanza. Sin palabras. En silencio.

Así, también, la muerte. Quienes acompañan al moribundo se quedan oyendo como lucha por respirar, cada aliento, un esfuerzo ahogado, hasta que finalmente, nada. Terminó. La tía, el amigo, la hija, el hermano, no existe más. A veces, paz, pero siempre, silencio.

El ser humano, de acuerdo a la definición filosófica, por naturaleza exige una explicación. Quizás sea por soberbia, pues, las mejores explicaciones no pasan la prueba trigonométrica de la claridad distintiva y racional. ¿No hay mal que por bien no venga? Así dicen, pero no es razonable, y tampoco es verdad. Mejor no llenar la nada con palabras necias. Nos quedamos humildemente escandalizados, y en silencio.

Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Dios mío, ¿no te acuerdas de tu alianza? Dios mío, ¿qué pasó con la Tierra Prometida, la Buena Noticia y el Reino de Dios? No hay mayor escándalo que la muerte de Jesús. En él, sus discípulos han perdido todo. Los pocos que llegaron hasta el final han quedado, también, en silencio.

Esto comenzó como visita divina al mundo, para renovar la creación. No obstante, el Dios-con-nosotros ya no está. La salvación del marginado, la libertad del prisionero, el refugio al forastero, la salud para el enfermo y la vista para el ciego, pues, ya no. Todo quedó ceniza de la noche a la mañana, cuando el fuego del infierno también pasó, callando el canto de gloria, dejando olor a humo, muerte y silencio.

Teólogos y pastores pretenden dar cuenta de la lógica de Dios. Que así fue la voluntad del Padre, que todo era parte de un plan secreto, que Adán dejó una deuda que tenía que ser pagada con la sangre de Jesús: teoría brutal, miserable y carente de compasión. Callarse mejor, pues, un Dios que trama esquemas como éstas no sería de confiar. Testigo de dolor tan grande, el Creador ha quedado sin palabras. Que el teólogo guarde, a su vez, respetuoso silencio.

Ante el desgarro del corazón compasivo, nada que decir. Ante la pena infinita de un Padre que acaba de perder a su Hijo, ningún consuelo vale. Escándalo, tristeza, horror, y después, sólo compartir el sigilo de la Palabra hecha carne, desangrada y silenciada.

Si Dios es amor, hoy por hoy, el odio salió ganando; odio injusto, humillante y traicionero; odio feo, cruel y violento. Un grito fuerte, un reclamo justo de Mesías malherido que llega hasta el cielo, al protector que no protegió, al salvador que no salvó, al liberador que abandonó, y luego, silencio.

No hay palabras sabias, esta vez. No hay comentarios inteligentes ni explicaciones iluminadoras. Hoy, sólo un desierto para cruzar en noche oscura, y el gran silencio.

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