domingo, 12 de junio de 2011

Pueblo valiente... Nathan Stone sj



Somos débiles pero el Espíritu viene en nuestra ayuda. Romanos 8:26


En un libro sobre las transformaciones culturales ocasionadas en una etnia indígena por la invasión europea, encontré una crítica aguda a los primeros intentos de evangelización. Decía, el 98 por ciento del pueblo indígena profesa la fe católica sin entenderla. Fue a propósito de cómo muchos creían poder espantar los malos espíritus de su creencia tradicional recitando los rezos cristianos enseñados por los misioneros.


Encontré tragicómico. Ese historiador desconoce la confusión catequética generalizada de los católicos en el mundo actual. Cual torre de Babel moderno, el 98 por ciento de los católicos urbanos y educados tiene ideas muy exóticas sobre su fe. Es impresionante ver cuántos van a la iglesia procurando amuletos y encantamientos para manipular las cosas que caen fuera de su control. Se creen los clientes en la tienda de vida eterna. Asisten a misa para pagar la cuota semanal de su condominio celestial. A veces, se trata de personas muy cultas, pero en el archivo mental de la religión, se permiten muchas ignorancias y supersticiones.


Por otro lado, el indígena, con toda su ingenuidad tecnológica y política, más allá de lo que sabe sobres su fe, tiene facilidad para la experiencia directa de la esencia divina. Esa habilidad es sumamente carente entre los eruditos modernos. Estos hacen malabares para transformar la fe fuerte del corazón en abstracciones, conceptos y reglamentos.
En Pentecostés, los fieles esperan los siete dones que memorizaron en la catequesis, para ser buena persona, pecar poco, ser exitoso e ir al cielo después. Está bien para los niños de la primera comunión, pero resulta infantil y frívolo para gente grande que tiene que vivir en un mundo serio. Falta profundidad. Quizás por eso, tantos abandonan la fe al madurar como persona. Eso explica, además, tantas actitudes infantiles por parte de quienes continúan.


En la etapa que me tocó consolidar mi adultez, conocí una Iglesia perseguida y atormentada. Fue un tiempo de prueba; sin embargo, ahora, doy gracias a Dios por eso. Los hijos de la Santa Madre arriesgaban la vida por defender la dignidad del ser humano. Las hijas de la buena noticia entregaban la vida entera al servicio de los indigentes. Los jóvenes se reunían en secreto para hacer su reflexión comunitaria del evangelio, pues era considerado un documento subversivo por parte de quienes dirigían el mundo.

Fuimos fraguados en el crisol de la tribulación. Ardía en nuestro pecho el deseo implacable de un mundo más humano. Sin el Espíritu Santo, no éramos nada. Sin la inspiración divina, nos moríamos en el intento. Nuestro auxilio venía del Señor, nuestra esperanza, nuestra valentía. Quienes caían en las manos de sanguinarios, sin odio, daban la otra mejilla y perdonaban. Eran para nosotros, testigos de un evangelio sólido, maduro y serio.

¿Qué pasa con la Iglesia de hoy? No me refiero tan solo a la jerarquía, sino al conjunto del pueblo bautizado en la muerte y resurrección de Jesús. Obsesionada con detalles ínfimos, se ha olvidado de la práctica del amor compasivo. Prisionera de su estilo autoritario, ignora el proyecto que promete la vista a los ciegos y la libertad a los cautivos. Plagada por la duda y el miedo, se queda encerrada en su cobardía; optando por la diplomacia, la cautela y la mediocridad.
Ven, Espíritu Santo. Crea en nosotros la experiencia directa de tu esencia divina. Haz que seamos nuevamente un pueblo valiente.

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