jueves, 19 de agosto de 2010

Solidaridad por Nathan Stone sj

Si un hermano está desnudo y no tiene nada para comer, y les dice: “Váyase en paz, abríguese y coma”, pero no le da lo necesario para su cuerpo, ¿de qué sirve? Santiago 2:15-16

Para su curso de Doctrina Social, pregunté a los universitarios por el sentido de la ayuda al próximo en la enseñanza del la Iglesia; precisamente, por cómo se relaciona con el evangelio. Muchos contestaron que hay que atender al necesitado en este mundo para que a uno le vaya bien en el más allá. Quedé asombrado.
Si es así, es un negocio. Los objetivos parecen celestiales, quizás, y por eso, teñido de religión. Sin embargo, la participación es interesada, egoísta y sin amor. Resulta una imposición desagradable, otro mandamiento más, otro kilobyte de burocracia fría, desconectada y autoritaria, con un beneficio postergado, no para el próximo, sino para uno mismo.
Si eso fuera el sentido de los proyectos solidarios, obvio que sería inútil medir los resultados. Si el objetivo no es la superación de la pobreza, sino ir al cielo, habrá que evaluar más adelante, cuando estemos muertos. Eso no está en el evangelio. Es un invento. Para poder preguntarse, ¿qué haría Cristo en mi lugar?, hay que conocer el criterio del Maestro. ¿Cómo actúa Jesús, frente al hermano solo y desamparado?
La responsabilidad social ha estado de moda últimamente. El problema es que las modas pasan de moda. ¿Con qué nos quedamos después? Sirve para hacerse amigos y vanagloriarse del emprendimiento personal. Por otro lado, ¿nos atrevemos a preguntar cómo ha mejorado la situación del excluido a consecuencia de nuestros esfuerzos?
La ayuda al prójimo puede distorsionarse de muchas maneras. Significa prestigio para las instituciones, una estrategia de comunicación social que resulta barata y beneficiosa. Es publicidad gratuita para la empresa, y resulta políticamente expedito para los partidos. El excluido es una estadística para mi tesis, una cifra para mi proyecto. Lo seguimos deshumanizando, estudiándolo con lupa pero sin caridad. Se puede bailar al ritmo de la música porque está de moda, sin jamás amar. He ahí el problema.
La solidaridad auténtica nace de la compasión. Los discípulos de Jesús miran al marginado, al forastero y al encarcelado, y ven a un hermano. El amor cristiano dice, tu causa es mi causa, tu pena es mi pena, tu tristeza es mi tristeza, tu alegría es mi alegría. Al identificar nuestras vidas con el Señor de la esperanza, ya no hay “ustedes” y “nosotros”, sino una sola mesa que incluye al excluido, donde hay un lugar para todos sin excepciones.
Para los seguidores de Cristo Jesús, (me refiero al Cristo valiente de las bienaventuranzas, que sana enfermos y alimenta a multitudes), la solidaridad es su vida, su pasión y su sentido. Sin temor a comprometerse, los misioneros del evangelio pueden decir, tu terremoto es mi terremoto. Tu situación de calle es mi situación de calle. Tu drogadicción es mi drogadicción. Tu casa inundada por la lluvia inesperada es mi casa, también.
La auténtica solidaridad no es un proyecto personal. No es cosa de cada uno. Es contagiosa, un fuego que enciende a otros fuegos. Padre Hurtado no es para nosotros un lindo recuerdo y una estampita. Es un modelo, una inspiración, un ejemplo a seguir. El Santo Padre lo elevó a los altares un 23 de octubre de 2005, pero su espíritu sigue vigente aquí en la tierra.
No se trata de dar hasta donde me conviene, ni tampoco de dar hasta que duela, sino de dar todo lo que tenemos, como lo hizo San Alberto, como lo hizo Cristo Jesús. Él es el amor solidario hecho hombre para nuestra salvación. La santidad de San Alberto consiste en su entrega total, por los demás, sin esperar nada a cambio.

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