Yo soy el buen Pastor: conozco a mis ovejas, y mis ovejas me conocen a mí. Juan 10:14
Algo de confusión se ha producido sobre el envío a proclamar el evangelio a todas las naciones. Algunos lo han comprendido como un mandato para colonizar territorios, culturas y conciencias. No se proclama buena noticia; se decreta estado de sitio. Los más fervorosos no salen a invitar, sino a imponer. Dicen palabra de Dios como si fuera una orden dictada por una autoridad militar, dando a entender que quien no cumpla, puede esperar lo peor; fracasos y desgracias en esta vida, y las penas eternas, después. El Resucitado trae la paz, pero los falsos pastores procuran el poder fomentando la ansiedad. Saben que esto no es el estilo de Jesús, pero dicen que es necesario para obligar al pueblo a obedecer.
Se absolutiza todo, y se excluye la misericordia por miedo a la relativización. La libertad de los hijos de Dios se vuelve anatema. La gente ha puesto su fe en la esclavitud, en la prohibición que parece descender de una autoridad irracional y arbitraria. Se da a entender que, para ser católico, hay que obsesionarse hasta la última consecuencia con los detalles más insensatos; por el cumplimiento riguroso de la letra de la ley, cual fariseo frío, severo y sin amor. Para así aplacar la ira de una divinidad que no desea salvar su rebaño, sino que está buscando un motivo para arrojar sus creaturas al infierno. ¿Qué creencia es ésta? ¿Qué imposición más macabra y exótica?
La cultura autoritaria ha colonizado el rebaño. En la vida cotidiana, el pueblo aprendió a hacerse el simpático con los que llevan las riendas. Se sabe que, ante la arrogancia terrenal, el hombre sencillo debe halagar, deferir y adular para ser recompensado con favores; o, al menos, para no ser perseguido. El pueblo practica la hipocresía con sus maestros, gobernantes y patrones para sobrevivir. A veces, es inconsciente; otras veces, descarada.
Hemos reconstituido el cristianismo de acuerdo al mismo modelo. Es una visión pagana y supersticiosa. Se hacen rezos y misas con temor, cinismo y resignación; como quienes fueran a realizar trámites en la municipalidad, para persuadir al Altísimo a resolver favorablemente sobre sus asuntos particulares. Se cree que Dios no es bueno, ni compasivo, ni misericordioso; sino simplemente poderoso, categórico e implacable; alguien a quien se debe tratar con deferencia, no por amor, sino porque es él que firma los cheques; él que demanda pagamento de las deudas.
La oración del católico es egoísta e infantil. Se pide por sí mismo, por los proyectos personales, por la propia salud y por la prosperidad individual. Se pide por los muertos, pero sólo por los muertos que fueron parientes cercanos y conocidos. Ninguno pide por la salvación del mundo, ni por los abandonados, ni por los presos, ni por los refugiados, ni por los olvidados.
Peor aún, el católico sólo sabe orar pidiendo. Reza para conseguir beneficios. No reza para conocer la voluntad de Dios, ni para ofrecerse en la misión, ni para comprometerse con el Reino. No quiere entrar en comunión con su Creador, ni colaborar con la salvación del mundo.
Se fomenta una relación enfermiza con la autoridad. No calza con el modelo de buen pastor. A modo de ejemplo, veamos lo que, en la vida religiosa, se llama la santa obediencia. Los medios la retratan como el principio fundamental de un ejército descerebrado, pronto para mentir y asesinar con tal de cumplir un voto arbitrario y obligatorio. Es mito. La santa obediencia no puede obligar al pecado. Todo religioso tiene la obligación ante Dios de desobedecer en conciencia si alguna vez le pidan actuar en contra de la compasión, en contra del evangelio, en contra del amor misericordioso universal que el Resucitado anunció.
Así, con más razón, en la vida laical. En base a puras promesas bautismales, la autoridad no puede obligar a pecar, no puede exigir que se deje de amar al Dios con todo el corazón y al prójimo como a uno mismo. No puede inventar otra prioridad más alta que esa.
Hay un sólo absoluto, un solo principio inamovible en el evangelio de Jesucristo: el amor compasivo, la misericordia infinita que alimenta al hambriento, sana al leproso, perdona al pecador. Para el Buen Pastor, la religión que adula la autoridad para conseguir favores sería irreconocible. Si llegara a encontrar a su rebaño así como está; todo cínico, obsesivo, pedigüeño, egocéntrico y ansioso; ciertamente, él diría, estas no son mis ovejas. ¿Todos ahí sentados, afligidos por detalles insólitos, sin hacer nada por los demás? Así no era. Sus apóstoles daban todo lo que tenían por el Reino. Eran misioneros del amor compasivo, cien por ciento. Debemos reencontrar ese camino.
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