domingo, 22 de julio de 2012

Bicicleta por Nathan Stone sj

Jesús vio una gran muchedumbre y se compadeció de ella, porque eran como ovejas sin pastor, y estuvo enseñándoles largo rato.  Marcos 6:34
  
Encuentro que la época del automóvil se acabó.  Estoy hablando en serio. 
En el campo cerca de Austin, hay un museo de autos antiguos donde uno puede conocer desde los primeros carros sin caballo de 1895, (algunos a vapor), hasta modelos deportivos clásicos, incluyendo un Delorean, por si alguien quisiera volver al futuro.  En su conjunto, la muestra es un homenaje a la gloria y vanidad del siglo XX.  Los artefactos ahí exhibidos fueron sumamente cotizados como símbolos de prestigio e importancia en la sociedad.  Hasta el día de hoy, la vida gira en torno a seis pistones y una caja de cambios.  Pero no puede continuar así. 
Los modelos más antiguos tienen ruedas de madera, y van abiertos a los elementos.  No eran para velocidades de más que veinte por hora, así que no había que protegerse del viento ni nada.  La gente alcanzaba, incluso, a conversar con los vecinos al pasar. 
Hubo respetados integrantes de la comunidad científica que especulaban sobre la posibilidad de sobrevivir velocidades mayores de treinta por hora.  Creían que los órganos internos del ser humano no aguantarían.  Ahora, todos van rápidos, cada uno aislado en su cápsula de vidrio reforzado, con música fuerte y aire acondicionado.  Nadie conversa con nadie, salvo por celular.  No es el corazón que se reventa a cien por hora.  Es el alma. 

En el museo, hay unos yates con ruedas, de los años treinta, diseñados para durar.  Son enormes como el Titanic y con esa misma elegancia singular.  Eran para los pocos integrantes de la casta de la extrema riqueza, algo exclusivo para distinguirse de la multitud.  Luego, llegamos a los Ford de producción masiva, para que cada uno tuviera el suyo.  Los alemanes, por su lado, crearon el Volkswagen, el carro para el pueblo, diseminando el sueño de que cualquier ser humano, podría, y para merecer el respeto de sus pares, debería, tener uno. 

Después de la Segunda Guerra, cuando el mundo dejó de hacer tanques y aviones para matarse, se dedicaron a la producción masiva de autos y carreteras, también para matarse.  El sueño del automóvil personal ahora es una realidad, y cobra más vidas humanas que la guerra, el terrorismo, la violencia urbana y el narcotráfico.  En los países en vías de desarrollo, los políticos prometen autos personales para el pueblo, para no ser menos.  Podrían prometer una epidemia de tuberculosis, o un terremoto. 
Yo recuerdo la inundación de autitos nuevos en Santiago cuando comenzó el “milagro económico” del régimen militar.  Por las antiguas calles diseñadas para caballos y tranvías, comenzaron a transitar muchos choferes principiantes.  Era un peligro público.  Ahora, los autos son más grandes y refinados.  Santiago está irreconociblemente tapado con cemento. 
Consecuencia del glorioso automóvil, las ciudades “modernas” están diseñadas de tal forma que ningún ciudadano puede vivir sin tener uno.  Vidas enteras se pierden en el trayecto diario obligatorio entre aquí y allá.  Ya nadie vive a una distancia razonable del trabajo.  ¿Para qué?  ¿Si todos tienen automóviles?  Es una adicción colectiva.
En un siglo, la humanidad ha incinerado más combustible que en los seis mil años anteriores.  Hay un exceso de dióxido de carbono en la atmosfera, y va transformando el clima por el efecto invernadero.  El planeta está quedando más caliente.  Es como ese autito estacionado con las ventanas cerradas a todo el sol.  Dentro de poco, nadie podrá vivir ahí adentro. 

Lo que es peor, el automóvil ha transformado el carácter de las personas.  Encerrados y aparentemente protegidos cada uno en su pequeño mundo, la gente ya perdió su contacto con el entorno. No se saludan unos con otros.  No se preocupan de cómo están los vecinos.  Para eso, hay programas sociales de gobierno, ONG’s y, por último, la policía.
Yo, por mi parte, en cuanto sea posible, renuncio al uso del automóvil.   La bicicleta es mejor.  Me ha transformado la vida.  Sencilla y sin elegancias, no te deja pasar desconectado.  Aun cuando vayas rápido, se alcanza a saludar a la gente.  El automovilista vive separado del mundo.  El ciclista pedalea por el mundo, vive en él, y es parte de él.  Creo que una vez perdí el trabajo por causa de la bicicleta.  ¿Cómo entender que alguien con un cargo de responsabilidad institucional en una prestigiosa universidad no use su espacio reservado en el estacionamiento directivo?  Los automovilizados no me respetaron.
Igual, no la cambio.  La bicicleta me rehízo la vida.  El pedaleo te permite tener compasión por la multitud.  Sin esa, no hay vida.